viernes, 19 de octubre de 2012

Cuando el Padre Alberto Ostiz fue a la cárcel


Escrita con un estilo exquisito, la biografía del padre Alberto reseña con amena narración---que uno podría estar viendo literalmente---, cada parte de su vida.
Cita en su biografía Padre Alberto cuando fue a la cárcel, en sus propias palabras:

Ya llevaba en aquel mes lejano del año de 1980, unos meses en el Colegio de Matagallinas – Ayutla –Mixe, que la Consagración Salesiana tiene para la formación de “Mejoradores de las Comunidades Indígenas”.
Eran las fiestas de San Pablo, Ayutla. La víspera fuimos a la fiesta con los alumnos del Colegio. Yo iba como responsable de uno de los grupos de muchachos de 14 y 15 años. Ya habíamos asistido en diversos festejos. La Noche se había adueñado del pueblo y unas cuantas luces mortecinas apenas permitían distinguir el pavimento terroso y polvoriento y esquivar los surcos de aguas residuales, que discurrían por doquier, testimoniando la falta de drenaje y por tanto, de higiene. Las huellas de miles de huaraches, venidos de los ranchos, se mezclaban con el lodo de las aguas negras. De los puntos más oscuros de las callejuelas fluían emanaciones repugnantes, que evidenciaban la falta absoluta de baños públicos.
Se me acercaron varios alumnos de mi grupo para anunciarme con voz entrecortada que a uno de sus compañeros lo habían metido en la cárcel.
Uno de los policías lo habían sorprendido haciendo aguas (orinando), en un lugar apartado y discreto, amparado por la oscuridad. Al no pagar la multa que le imponían cuando lo encontraron in fraganti, por la sencilla razón de que no tenía dinero, lo habían metido “al bote”. Lo que pasa es que en esos días y noches de las fiestas patronales, las arcas del municipio se veían engordadas con las multas de los que, urgidos por una necesidad fisiología convertían ciertos lugares más discretos en baños públicos. Esa era en definitiva la indiscreción tremenda y la falta a la moral cometida por unos de mis alumnos en aquella noche, víspera de las fiestas de San Pablo y que motivo su encerrona. ¡Qué lástima  que la solicitud evidenciada por los servidores del orden público del municipio en este sentido y que cumplía con la finalidad de sufragar los gastos de la pólvora quemada y de el alcohol ingerido no se reflejara en acciones más perentorias!
Ante aquel hecho tan desproporcionado e injusto, algo se tambaleo en mi cerebro y me encaminé rápido al municipio, aspirando bocanadas de pasmo e indignación, que, al verme frente a frente ante la Autoridad y separado sólo por una mesa, exhalé con una mezcla de argumentos para mí más que convincentes.
Eché en cara la falta de infraestructura y completamente de servicios higiénicos. Resalté la basura esparcida generosamente por todo el pueblo. Argumenté con una ley que prohíbe encarcelar a un menor. Ofrecí pagar yo el importe de la multa. Fue todo inútil. Hablé con la vehemencia arrebatada de un español, y olvidé algo muy elemental que estaba enfrentando a toda una cultura india. El resultado fue unas palabras que no entendí,  intercambiadas por la Autoridad y algunos paisanos que me escoltaban y que en ese momento, como auténticos esbirros, se me echaron encima y, a empellones me llevaron a la cárcel, verdadero tugurio mal oliente y oscuro como mis ideas, convicciones y argumentos, entenebrecidos por la realidad.
No había luz en el interior. Un tufo sospechoso me puso en guardia y por prudencia no me atrevía a dar un paso más y perderme en aquella densa y mal oliente oscuridad. Saqué mi mechero del bolsillo, lo encendí y vi que las manos toscas inseguras de un borracho pretendían arrebatarme el único mini faro que esparcía su tenue luz sobre un mar de cuerpos tendidos en el suelo y otros, apoyados en las paredes toscas y sombrías. El mechero dejó de alumbrar y, de un empellón, el borrachito perdió el equilibrio y creo que dio por los suelos dentro de mi falta de libertad me sentí liberado.
Pasaron minutos largos. Rápidamente corrió la noticia de mi encierro y llegó a oídos de los Salesianos. Uno corrió a la puerta de la cárcel y en acento, que no podía disimular ser extranjero comenzó a lanzarme frases de aliento que llegaban muy lejanas como a un náufrago en la noche: “Padre, está usted como San Pablo en la cárcel” “La comunidad de fieles está rezando por usted”. “¡Ánimo, ánimo!”.
A penas había pasado media hora cuando me liberaron. Qué bien se había cumplido el reclamo “me metí de redentor y salí crucificado”.

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